Recuerdo la playa. Día de verano, más
bien, el otoño del verano. Febrero con su luz cálida fundiéndose sensualmente
con la brisa húmeda y salada del océano pacífico. Mi vestido flameaba tan ideal
que podría haber sido dibujado ansiosamente. Era rojo, tenía flores. Como la que me
regalabas sorpresivamente esos días que recién nos acostumbrábamos el uno al
otro. Había tanto sol, y tanta brisa, y tanto mar. Tanta esperanza, tanta
inspiración. Esa alegoría divina que provocan los paisajes perfectos. Tú ibas
detrás, como si te refugiaras en mi holgado vestido cual bandera protege a sus
hijos. Caminábamos separados, en muchas direcciones, haciendo agujeros en la
arena con las huellas deliberadas. Me alegraba infinitamente saberte allí,
donde la naturaleza abierta y madre de todo, podía contemplarnos y ofrecernos
una mano. Así también parecía ser testigo de nuestro pacto, testigo del afecto
trascendente que unía inexplicablemente cada una de nuestras células.
El resto de los días nuestros pies
volvieron a encontrarse con el suelo de la costa. Vestía de un manto
blanquecino a nuestros talones cansados de tanto cemento. Recuerdo tardes sumergidos
en el mar hermoso. Que a ratos era cálido, cuando no calaba los huesos. Tú nadabas
como si fuera la última vez que fueras a ver tanta agua reunida. Yo te
observaba más atrás, con el agua en la cintura. Sentía algo de temor, te ibas tan lejos de la orilla, de pronto el mar arremete la calma y pensé que podría llevarte.
Más tú como pez fluías maravilloso por el torrente azul y vasto de aquel cuadro
marino y apacible. Sonreía finalmente. Las
algas se enredaban en mis tobillos. Tenía frío, más me sentía eternamente feliz.
Como las noches a tu lado, acurrucada entre tu alma y tu costilla. Ese calor
intenso que emanaba tu cuerpo apaciguaba mis tejidos, mi espíritu susurraba su
hálito de paz. El té de las tardes, el frío de la playa nocturna. El viento que
volaba los sombreros. Las caminatas y las sonrisas. La tranquilidad que radica
en el olvido de urbe, de la gente, de los malos días. Pero aquel febrero fue
embestido.
Febrero fue embestido por un
Marzo caprichoso y hastiado de incertidumbres.
Una duda se hacía invencible y como flecha de hábil arquero, terminó por dar en el centro del prado sublime que se desprendía de nuestras manos. La duda que nubló tus ojos de paisaje. La duda que doblegó a la palabra y al acto: un suicidio colectivo de ríos y sentimientos aguerridos. Un suicidio colectivo de todos los cantos al futuro.
Una duda se hacía invencible y como flecha de hábil arquero, terminó por dar en el centro del prado sublime que se desprendía de nuestras manos. La duda que nubló tus ojos de paisaje. La duda que doblegó a la palabra y al acto: un suicidio colectivo de ríos y sentimientos aguerridos. Un suicidio colectivo de todos los cantos al futuro.
Y Abril, Abril me arrebató la aurora.
Abril una vez más me miró a los ojos como hace veinte y tantos años, y ahora me ve
morir en medio de los días. Abril se convirtió en el mar abatido que desterró
tu figura del muelle, Abril te nubló el alma, ahogó hasta tus
palabras. Abril te convirtió en sombra y muerte, Abril ancló tu nombre en el
fondo del mar y clavó mis pies en la orilla de la playa, contemplando un
atardecer eterno: Abril es un verdugo triste.
-
Lila Andelizha.
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