jueves, 30 de agosto de 2012

El Último Tango de Viernes



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Culmino mi viaje en la estación con el nombre emblemático. El metro está siempre hirviendo, y los ojos de los pasajeros se entrecruzan por los cristales de las ventanas y puertas. Universidad de Chile, Calle San Diego. Cerca de las 18:00 hrs. Camino agitada, se me hace siempre tarde en esta ciudad. Tacones medianos, caminar acompasado, un bolso lleno de papeles. Pienso en la clase que impartiré y se me cruzan las ideas creando un caos, sólo sé que lo que prima es la historia de la literatura. Siempre, pero siempre, a la misma hora, los mismos viernes aquellos, el viejo sujeto con sombrero de tela, se acurrucaba en la pared fría del Instituto Nacional. Tranquilo, apaciguado, lleno de melodías añejas, del tango humedecido en copas de barras tristes. Y es que me ponía algo triste escucharlo por esas tardes. Yo tan sumida en pensamientos y en  la clase, y él tan profundamente sumido en pensamientos y en la música. A veces quisiera sólo pensar en la música. Música para olvidar, para liberarse.

Recuerdo la primera vez que lo vi. Un tango grave rebotaba entre los cimientos de los antiguos edificios. Los hombres de las tiendas de libros se plasmaban en postales en sepia, medio olvidados, entre café y juegos de ajedrez improvisados. La música del hombre siempre detrás, complementaba la imagen eterna. Yo irrumpía la escena inmóvil, me miraban pasar, por esos días ya lo hacían con una cotidianeidad silenciosa, con esas miradas de reconocimiento, que quizás en algunos momentos sabían a sonrisa.

El hombre siguió allí, como cada viernes. Su sombrero de tela, su bandoneón malgastado, roñoso. Un pañuelo sucio junto a sus zapatos marrones, abrazando cada una de los pesos que el gentío tiraba casi por inercia al reconocer “por una cabeza” en el ambiente. La gente pasaba, yo pasaba, la melodía pasaba, el jaque mate sucedía, los libros se vendían, la hora avanzaba, los estudiantes esperaban, el tango fluía. A veces pensaba que ese hombre llevaba mucho tiempo allí. Más del que imaginé. Y el viejo, en aquella vereda de al frente, la que nunca pisaba, porque no me correspondía, teñía de su figura todo el concreto sucio y rayado. Quizás las paredes absorbían sus melodías.

Otro viernes, otro tango. Otro viernes más y creía yo que esto seguiría eternamente. Pero hubo un viernes, ese oscuro y lluvioso viernes en el que el hombre no estuvo. El ruido de las micros y la muchedumbre que con el aguacero se pone más ruidosa, atenuaron su vestigio y su recuerdo. Más yo lo pude recordar como siempre, y ya el tango imaginario no me produjo tristeza, sólo un vacío enorme frente al abismo que deja su figura ausente.

Hubo un evento especial el viernes que pasó. Iba yo caminado por la San Diego, y esperaba como siempre reencontrarlo, rehacer la escena que nos involucraba. Pero esta vez, el viejo no estaba sólo, pues un trío de muchachos jóvenes lo acompañaban interpretando “Caminito” con otro bandoneón, una guitarra y un violín. El sonido era exquisito, como si la juventud por medio de las notas le hubiera otorgado vida y expresión al viejo de los Tangos.  Observé que el viejo estaba de pie junto a ellos, levantándose por vez primera en nuestra relación de anónimos citadinos de su sillín roído. Un leve meneo en el pie marcada la síncopa del Tango viejo que reanimaba mi espíritu. Esta vez la tristeza se volvió canto, se tornó amarilla, alegre, con energía. Me detuve entre los quioscos verdes, llenos de libros, lleno de hombres pensando la siguiente jugada del ajedrez. Advertí que el viejo del sombrero me observó. O tal vez lo imaginé, pero sentí un verdadero hilo de energía que atravesó la calle hacia la vereda azulada de la que el hombre era dueño y señor. Y se me devolvía hermosa, en medio de los versos “desde que se fue, triste vivo yo, caminito amigo, yo también me voy…” Fue lo nuestro, fue la forma de saludarnos que siempre quedó en deuda, fue la palabra que nunca se dijo, el pensamiento que no fue compartido, la canción que no tarareamos. Sentí que éramos amigos, su imagen sincopada entre los tangos de la tarde, y la mía, acompasada entre la caminata apurada.

Pero este viernes, ¡oh Dios este viernes!  Viernes que fue y que desde él mismo nunca más fueron iguales los que vinieron. El viejo no volvió desde ese día. Jamás volví a escuchar su bandoneón añejo. La soledad pintaba de oscuridad y vacío la huella que dejó entre la pared y la vereda, la marca del pañuelo en el sueño que aún emanaba la miseria feliz de los pesos oportunos. La canción de amor que lloraba en esos instantes, ahora no fue más que un cúmulo de instantes evocativos, una estela de apego evaporado, de un lazo arrancado. Y mi caminar se ha vuelto  rápido y ominoso. Su ausencia inundó de gris y ruido la calle San Diego desde su inicio, y la melodía hermosa no fue más que un devenir trágico para mí, y un vacío inconsciente para los transeúntes. La calle aquella, desde entonces, me ha comenzado a inspirar un extraño dolor creciente, una reminiscencia asolada que desde ese viernes en adelante, teñiría todos los días con el mismo nombre de una melancolía cómplice. Sin embargo, aún estaba allí, aún puedo sentir su música, derramándose por las paredes y el concreto, melodías añejas que por la costumbre hermosa han vuelto poco a poco a florecer provocándome la nostalgia de siempre, pero ahora es una nostalgia diferente, pues ya no proviene únicamente de los versos propios del tango, pues ahora me la provoca  la dolida ausencia del viejo.

 Y así es como se fue el último tango de viernes.

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Lila Andelizha

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