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Culmino mi
viaje en la estación con el nombre emblemático. El metro está siempre
hirviendo, y los ojos de los pasajeros se entrecruzan por los cristales de las
ventanas y puertas. Universidad de Chile, Calle San Diego. Cerca de las 18:00
hrs. Camino agitada, se me hace siempre tarde en esta ciudad. Tacones medianos,
caminar acompasado, un bolso lleno de papeles. Pienso en la clase que impartiré
y se me cruzan las ideas creando un caos, sólo sé que lo que prima es la
historia de la literatura. Siempre, pero siempre, a la misma hora, los mismos
viernes aquellos, el viejo sujeto con sombrero de tela, se acurrucaba en la
pared fría del Instituto Nacional. Tranquilo, apaciguado, lleno de melodías
añejas, del tango humedecido en copas de barras tristes. Y es que me ponía algo
triste escucharlo por esas tardes. Yo tan sumida en pensamientos y en la clase, y él tan profundamente sumido en pensamientos
y en la música. A veces quisiera sólo pensar en la música. Música para olvidar,
para liberarse.
Recuerdo la primera vez que lo
vi. Un tango grave rebotaba entre los cimientos de los antiguos edificios. Los
hombres de las tiendas de libros se plasmaban en postales en sepia, medio
olvidados, entre café y juegos de ajedrez improvisados. La música del hombre
siempre detrás, complementaba la imagen eterna. Yo irrumpía la escena inmóvil,
me miraban pasar, por esos días ya lo hacían con una cotidianeidad silenciosa, con
esas miradas de reconocimiento, que quizás en algunos momentos sabían a sonrisa.
El hombre siguió allí, como cada
viernes. Su sombrero de tela, su bandoneón malgastado, roñoso. Un pañuelo sucio
junto a sus zapatos marrones, abrazando cada una de los pesos que el gentío
tiraba casi por inercia al reconocer “por una cabeza” en el ambiente. La gente
pasaba, yo pasaba, la melodía pasaba, el jaque mate sucedía, los libros se
vendían, la hora avanzaba, los estudiantes esperaban, el tango fluía. A veces pensaba
que ese hombre llevaba mucho tiempo allí. Más del que imaginé. Y el viejo, en aquella
vereda de al frente, la que nunca pisaba, porque no me correspondía, teñía de
su figura todo el concreto sucio y rayado. Quizás las paredes absorbían sus melodías.
Otro viernes, otro tango. Otro
viernes más y creía yo que esto seguiría eternamente. Pero hubo un viernes, ese
oscuro y lluvioso viernes en el que el hombre no estuvo. El ruido de las micros
y la muchedumbre que con el aguacero se pone más ruidosa, atenuaron su vestigio
y su recuerdo. Más yo lo pude recordar como siempre, y ya el tango imaginario
no me produjo tristeza, sólo un vacío enorme frente al abismo que deja su
figura ausente.
Hubo un evento especial el viernes
que pasó. Iba yo caminado por la San Diego, y esperaba como siempre
reencontrarlo, rehacer la escena que nos involucraba. Pero esta vez, el viejo
no estaba sólo, pues un trío de muchachos jóvenes lo acompañaban interpretando “Caminito”
con otro bandoneón, una guitarra y un violín. El sonido era exquisito, como si
la juventud por medio de las notas le hubiera otorgado vida y expresión al
viejo de los Tangos. Observé que el
viejo estaba de pie junto a ellos, levantándose por vez primera en nuestra
relación de anónimos citadinos de su sillín roído. Un leve meneo en el pie
marcada la síncopa del Tango viejo que reanimaba mi espíritu. Esta vez la
tristeza se volvió canto, se tornó amarilla, alegre, con energía. Me detuve
entre los quioscos verdes, llenos de libros, lleno de hombres pensando la
siguiente jugada del ajedrez. Advertí que el viejo del sombrero me observó. O tal
vez lo imaginé, pero sentí un verdadero hilo de energía que atravesó la calle hacia
la vereda azulada de la que el hombre era dueño y señor. Y se me devolvía
hermosa, en medio de los versos “desde que se fue, triste vivo yo, caminito
amigo, yo también me voy…” Fue lo nuestro, fue la forma de saludarnos que
siempre quedó en deuda, fue la palabra que nunca se dijo, el pensamiento que no
fue compartido, la canción que no tarareamos. Sentí que éramos amigos, su
imagen sincopada entre los tangos de la tarde, y la mía, acompasada entre la
caminata apurada.
Pero este viernes, ¡oh Dios este
viernes! Viernes que fue y que desde él
mismo nunca más fueron iguales los que vinieron. El viejo no volvió desde ese
día. Jamás volví a escuchar su bandoneón añejo. La soledad pintaba de oscuridad
y vacío la huella que dejó entre la pared y la vereda, la marca del pañuelo en
el sueño que aún emanaba la miseria feliz de los pesos oportunos. La canción de
amor que lloraba en esos instantes, ahora no fue más que un cúmulo de instantes
evocativos, una estela de apego evaporado, de un lazo arrancado. Y mi caminar
se ha vuelto rápido y ominoso. Su ausencia
inundó de gris y ruido la calle San Diego desde su inicio, y la melodía hermosa
no fue más que un devenir trágico para mí, y un vacío inconsciente para los
transeúntes. La calle aquella, desde entonces, me ha comenzado a inspirar un
extraño dolor creciente, una reminiscencia asolada que desde ese viernes en
adelante, teñiría todos los días con el mismo nombre de una melancolía cómplice.
Sin embargo, aún estaba allí, aún puedo sentir su música, derramándose por las
paredes y el concreto, melodías añejas que por la costumbre hermosa han vuelto
poco a poco a florecer provocándome la nostalgia de siempre, pero ahora es una
nostalgia diferente, pues ya no proviene únicamente de los versos propios del
tango, pues ahora me la provoca la
dolida ausencia del viejo.
Y así es como se fue el último tango de
viernes.
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Lila Andelizha